Paz y Bien.
Desde el pasado 5 de enero y hasta el 17 de septiembre de 2024 la Familia Franciscana promoverá numerosas iniciativas para redescubrir y actualizar el mensaje que surge de la experiencia de Francisco en la montaña sagrada: “lo que para el mundo está herido y derrotado, puede convertirse en una oportunidad para una vida nueva y para la reconciliación con el hombre y la creación”.
“De las heridas a la vida nueva”: ese es el lema principal de las celebraciones que comenzaron el 5 de enero en el Santuario de La Verna, el “Calvario” franciscano, que será el corazón palpitante del octavo centenario de los estigmas de San Francisco. Justamente en esa montaña el 14 de septiembre de 1224, fiesta de la Exaltación de la Cruz, Francisco recibió los signos de la pasión de Cristo: los estigmas.
San Francisco, a la edad de cuarenta y dos años, en 1224, inspirado por Dios, se puso en camino desde el valle de Espoleto en dirección a la Romaña, llevando al hermano León por compañero. Siguiendo esta ruta, pasó al pie del castillo de Montefeltro, donde se estaba celebrando un gran convite con ocasión de ser armado caballero uno de los condes. Al enterarse San Francisco de que había allí tal fiesta y de que se habían reunido muchos nobles de diversos países, dijo al hermano León: “Subamos a esta fiesta; puede ser que, con la ayuda de Dios, hagamos algún fruto espiritual”.
Había, entre otros nobles, uno grande y rico llamado señor Orlando de Chiusi. Llegó San Francisco al castillo y se puso a predicar sobre el tema: “Es tanto el bien que espero, que toda pena es para mí un placer”. Terminado el sermón, Orlando tomó aparte a San Francisco y le dijo: “Tengo en Toscana un monte muy a propósito para la devoción, que se llama monte La Verna; es muy apropiado para quien quisiera hacer penitencia en un lugar retirado. Si lo hallaras de tu agrado, de buen grado te lo donaría a ti y a tus compañeros por la salud de mi alma”. San Francisco sintió grandísima alegría, y le habló en estos términos: “Señor, cuando estéis de vuelta en vuestra casa, os enviaré a algunos de mis compañeros y les mostraréis ese monte. Si a ellos les parece apto para la oración y para hacer penitencia, ya desde ahora acepto vuestro caritativo ofrecimiento”.
Días después, fueron los hermanos a ver el monte, les gustó y tomaron posesión de él, pues era muy apropiado para la oración y la contemplación. Al oírlo San Francisco, se alegró mucho, y les dijo: “Hijos míos, se acerca la cuaresma de San Miguel Arcángel, y yo creo firmemente que es voluntad de Dios que hagamos esta cuaresma en el monte La Verna, que nos ha sido preparado, por providencia divina, para que, a honra y gloria de Dios, de la gloriosa Virgen María y de los santos ángeles, merezcamos de Cristo consagrar aquel monte bendito con la penitencia”. Dicho esto, San Francisco tomó consigo al hermano Maseo, al hermano Ángel y al hermano León, y se puso en camino hacia el monte La Verna.
Llegó el día de la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, y San Francisco muy de mañana, antes de amanecer, se postró en oración delante de la puerta de su celda, con el rostro vuelto hacia el oriente; y oraba de este modo: “Señor mío Jesucristo, dos gracias te pido me concedas antes de mi muerte: la primera, que yo experimente en vida, en el alma y en el cuerpo, aquel dolor que tú, dulce Jesús, soportaste en la hora de tu pasión; la segunda, que yo experimente en mi corazón, en la medida posible, aquel amor sin medida en que tú, Hijo de Dios, ardías cuando te ofreciste a sufrir tantos padecimientos por nosotros pecadores”. Y, permaneciendo por largo tiempo en esta plegaria, entendió que Dios le escucharía y que, en cuanto es posible a una pura creatura, le sería concedido en breve experimentar dichas cosas.
Animado con esta promesa, comenzó San Francisco a contemplar con gran devoción la pasión de Cristo y su infinita caridad. Y crecía tanto en él el fervor de la devoción, que se transformaba totalmente en Jesús. Estando así inflamado en esta contemplación, aquella misma mañana vio bajar del cielo un serafín con seis alas de fuego resplandecientes. El serafín se acercó a San Francisco en raudo vuelo tan próximo, que él podía observarlo bien: vio claramente que presentaba la imagen de un hombre crucificado y que las alas estaban dispuestas de tal manera, que dos de ellas se extendían sobre la cabeza, dos se desplegaban para volar y las otras dos cubrían todo el cuerpo.
Ante tal visión, San Francisco quedó fuertemente turbado, al mismo tiempo que lleno de alegría, mezclada de dolor y de admiración. Sentía grandísima alegría ante el aspecto de Cristo, que se le miraba tan amorosamente; pero, por otro lado, al verlo clavado en la cruz, experimentaba desmedido dolor de compasión. Cuando desapareció esta visión, dejó en el corazón de San Francisco un ardor desbordante y en su carne, la maravillosa imagen y huella de la pasión de Cristo. Porque al punto comenzaron a aparecer en las manos y en los pies de San Francisco las señales de los clavos, de la misma manera que él las había visto en el cuerpo de Jesús crucificado, que se le apareció bajo la figura de un serafín. Sus manos y sus pies aparecían, en efecto, clavados en la mitad con clavos, cuyas cabezas, sobresaliendo de la piel, se hallaban en las palmas de las manos y en los empeines de los pies, y cuyas puntas asomaban en el dorso de las manos y en las plantas de los pies, retorcidas y remachadas de tal forma, que por debajo del remache, que sobresalía todo de la carne, se hubiera podido introducir fácilmente el dedo de la mano, como en un anillo. Las cabezas de los clavos eran redondas y negras. Asimismo, en el costado derecho aparecía una herida de lanza, sin cicatrizar, roja y ensangrentada, que más tarde echaba con frecuencia sangre del pecho de San Francisco, ensangrentándole la túnica.
Finalmente, cuando terminó San Francisco la cuaresma de San Miguel Arcángel, se dispuso, por divina inspiración, a regresar a Santa María de los Ángeles. Llamó, pues, a los hermanos Maseo y Ángel y, después de muchas palabras y santas enseñanzas, les recomendó aquel monte santo con todo el encarecimiento que pudo, diciéndoles que le convenía volver, juntamente con el hermano León, a Santa María de los Ángeles. Dicho esto, se despidió de ellos, los bendijo en nombre de Jesucristo crucificado y, condescendiendo con sus ruegos, les tendió sus santísimas manos, adornadas de las gloriosas llagas, para que las vieran, tocaran y besaran. Dejándolos así consolados, se despidió de ellos y emprendió el descenso de la montaña santa. En alabanza de Cristo. Amén.
Aquí os dejo los textos completos del Viacrucis:
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