NAVIDAD 2015
Mensaje de Navidad del Custodio
Felicitación del padre Pierbattista Pizzaballa, ofm - Custodio de Tierra Santa
«El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaba en tierra y sombras de muerte, y una luz les brilló» (Is 9,1).
Estamos viviendo un tiempo arduo en el que la sucesión de tragedias y violencia nos ha colmado de miedos. La descripción del fin de los tiempos, que la Liturgia nos proponía antes del Adviento (Mc 13, 24-32), parece el eco de una crónica actual, que nos ha hecho difícil esperar la Navidad con sentimientos de alegría, de fiesta, de vida. El miedo parece dictar nuestro comportamiento, incluso en las pequeñas acciones cotidianas. Pero, sobre todo, tenemos miedo del prójimo, como si hubiéramos perdido el valor de creer en él. No confiamos ya y somos tentados a encerrarnos en nuestro pequeño mundo. Tenemos miedo del musulmán, del judío, del oriental o del occidental, según donde nos encontremos. El enemigo es «el otro»; pensamos que «los otros» están contra nosotros, que nos amenazan y arruinan la esperanza de un mundo seguro, de un futuro mejor.
En Siria, en Irak, en Tierra Santa, tanto en Oriente como en Occidente, parece que la fuerza de la violencia es la única voz posible para contrarrestar la violencia que nos domina.
Esperar la Navidad en estas condiciones interroga nuestra fe y provoca la necesidad de una esperanza mayor. Estos son los sentimientos que nos han acompañado durante la participación en las distintas ceremonias del encendido del árbol de Navidad y la bendición del belén. Con frecuencia, durante la celebración de las fiestas, en torno a nosotros sentimos las sirenas de alarma, signo cierto de enfrentamientos y desórdenes. Y siempre hemos reconocido un sentido de inadecuación con respecto a la situación. Nos parecía estar fuera del tiempo y de la historia.
Pero no es así. El Evangelio nos dice que la plenitud del tiempo se cumplió en un tiempo difícil, cuando Juan en el desierto invitaba a preparar el camino al Señor predicando un bautismo de conversión. La fiesta, las luces, los colores, aunque son necesarios, queridos y celebrados en las circunstancias que vivimos, nos llevan a pensar con mayor franqueza en el sentido original de la Navidad: Dios que entra en nuestro tiempo y en nuestra historia. Nuestro tiempo y nuestra historia de hoy.
La Navidad nos dice que Dios ama la vida, que Él mismo es la vida. Y esta verdad es el motivo definitivo y bueno para estar en esta tierra. Porque es tiempo de buscar motivaciones auténticas, razones últimas para seguir viviendo y esperando. Razones y motivaciones que perduren, que sostengan, que no sufran las fluctuantes fases de nuestras angustias, o de nuestras euforias, que tengan el sabor de la medida justa, de un horizonte real. Es tiempo de buscar preguntas y respuestas, orientaciones, de reencontrar el Oriente.
Y este Oriente es Cristo, Hombre y Dios. La Navidad nos atrae, por tanto, a este Oriente.
La Navidad nos dice que nuestra vida es el Adviento, que caminamos hacia un futuro, quizá dramático, difícil, pero en el que ciertamente nos encontraremos con Él. La Navidad nos dice que este futuro, por el que estamos tan preocupados, este futuro que empieza ahora, ya ha comenzado: es Jesús nacido, muerto y resucitado.
No caminamos hacia la nada, lo desconocido, hacia la oscuridad, sino hacia algo que ya ocurrió y que permanece, que se realiza siempre y en todas partes, que no podríamos destruir aunque quisiéramos.
Caminamos hacia un encuentro.
Así, este tiempo difícil será de cualquier forma un tiempo bueno si nos devuelve la conciencia de saber que es el tiempo del encuentro; si nos hace, finalmente, necesitados de algo que no somos nosotros mismos; si nos vuelve más atentos a los que tenemos al lado, porque el futuro hacia el que caminamos solo puede ser la realización de todas las relaciones que hayamos cuidado, aquí, ahora. También en estas circunstancias dramáticas.
El deseo de este año es el de recorrer con confianza este camino, abierto en el desierto de tantas vidas nuestras, hacia este futuro bueno que tiene un solo rostro: el de la misericordia del Padre, que nos espera siempre, con fidelidad, incluso hoy.
Feliz Navidad.
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